En medio de la más profunda desesperanza y escepticismo, originados en décadas de malos gobiernos, Colombia necesita urgentemente que se construya participativa y democráticamente una opción diametralmente diferente en sus prácticas a la política tradicional, todo ello en la perspectiva superior de devolverle a los ciudadanos de a pie la fe y la convicción en que otro tipo de política y de país si son posibles y alcanzables.
En la concreción de tan elevado propósito se requiere, por obvias razones, enormes cuotas de sacrificio, sensatez y sobre todo grandeza. Siendo el elegir y ser elegido un derecho, toda aspiración de los individuos es legítima pero no debe confundirse, desde ningún punto de vista, el aspirar con el ambicionar poder. En lo primero coexisten, muchas veces equilibradamente, el interés colectivo y el individual, mientras que en lo segundo prevalecen y se anteponen los intereses personales sobre el bienestar general.
Para los que ya hemos sido partícipes y testigos privilegiados de otros procesos políticos causa desazón y frustración que las experiencias vividas no se sistematicen y que antes de evidenciarse que ha existido un proceso de aprendizaje desde los errores cometidos, se vuelva a incurrir en el mismo tipo de prácticas que solo conducen a estruendosos fracasos y a alimentar la incredulidad entre quienes en algún momento se atreven a creer, a soñar y a actuar y terminan sintiéndose usados y desechados.
No puede menos que generar incertidumbre y frustración que en un momento histórico excepcional otra vez se coloque en riesgo la posibilidad de ser gobierno (que no es sinónimo ni debe confundirse con ser poder) porque exista aún entre los sectores «alternativos» hombres y mujeres que ven en la política y en los cargos públicos de elección popular no una oportunidad de servir a un proyecto de nación y al conjunto de la sociedad, sino que -quien lo creyera-, se mueven en la lógica traqueta del «corone», visualizando en la actividad política una forma expedita de acceder a mayores ingresos y mejores posibilidades de vida en lo individual.
En función de tales ambiciones, que afloran para épocas electorales es que resulta común, muy a lo Maquiavelo, que en pos de la consecución del fin por cualquier medio, el «todo se vale» de lugar al codazo, a la zancadilla, al chisme, al indisponer y a la constitución de «congas», roscas o grupúsculos desde los que se pierden de vista quiénes son los verdaderos y únicos rivales a derrotar, así como también aquella, máxima de que el objetivo fundamental de la política es sumar y multiplicar y nunca restar ni dividir como usualmente termina aconteciendo.

Para estas épocas, cada quien debería en un ejercicio consciente visualizar sus posibilidades reales de ser elegido sin perder de vista o ignorar sus limitaciones. En otras palabras debería evidenciarse que se actúa más desde la razón y la madurez que desde las emociones, deseos y sueños.
Hoy muchos desean, en una especie de surf y aprovechándose de la fuerza motriz que genera la cresta de la ola de popularidad de un indiscutido y excepcional fenómeno político, acceder al congreso, incluso sin méritos académicos y reconocimiento o trabajo social alguno, en lo que perfectamente podría caracterizarse como oportunismo.
Es lamentablemente más común hoy escuchar el «yo aspiro» en lugar del «yo pienso», del «yo propongo» o del “yo estoy dispuesto a aportar…”, al punto que la forma de hacer política termina revistiéndose de lo que precisamente más cuestionan y repudian los ciudadanos de la política.
No es posible ni deseable que de esta forma lo «alternativo» termine siendo solo un adjetivo vacío sin la capacidad real de seducir y movilizar a los ciudadanos indecisos y abstencionistas que constituyen más del 50% de la población habilitada para votar y que son la única opción real de disputarle, por fuera de los amarres clientelistas, espacios en el congreso a los políticos tradicionales.
Desde luego que mucho de lo que ocurre en la periferia, ajena al centro, no se soluciona desde el autoritarismo centralista, desde las verdades incontrovertibles del dogma que castiga a quienes con criticidad cuestionan la exclusión y mucho menos desde prácticas dedocráticas que imponen nombres sin aportar razones detrás de las decisiones que se adoptan.

Mientras no se entienda que lo de las ciudadanías libres es un punto de llegada y no de partida se seguirá desestimando la organización y la democracia directa como mecanismo de resolución de diferencias y hasta de confección de listas a corporaciones públicas bajo criterios como el de la meritocracia, eso sí, no medida esta última desde los parámetros del número de seguidores que se tenga en redes sociales sino desde la capacidad de pensar, de estructurar y defender ideas que es lo que se va a hacer en el congreso.
Idealmente, resultaría muy procedente abrir escenarios públicos donde cada uno de los que aspira a representarnos fuera evaluado en lo que respecta a su capacidad de identificar y caracterizar los, a su juicio, más graves problemas de la región y del país, así como las propuestas concretas y realizables de resolución de los mismos desde el escenario del congreso.
También resultaría fundamental evaluar la capacidad de escucha de los candidatos a los ciudadanos del común en función de estructurar sus propuestas democráticamente y atendiendo al constituyente primario. No obstante, desde sus encumbradas cúspides y aún sin refrendar en las urnas su triunfo, muchos de los aspirantes no entienden aún la importancia de la comunicación bidireccional, al extremo de que muchos cierran por ejemplo en redes como twitter la opción de mensajería directa o solo responden en función del número de seguidores de quien les escribe.
Sin lugar a dudas permitir ser evaluados ayudaría a decantar las turbias aguas de las ambiciones de más de un candidato, alimentadas desde las sombras por aquellos a quienes más importante que la renovación del congreso y el ganar la presidencia les parecen sus calculadas ambiciones de autoproclamarse a futuro como indiscutidos candidatos a alcaldías o gobernaciones.
A estos últimos perfectamente les caería como anillo al dedo el refrán de las abuelas que señala sabiamente que antes de comprar la silla hay que comprar el caballo.
